viernes, 31 de diciembre de 2010

Los 10 de 2010

Los 10 libros que más me gustaron en 2010:

-Un mundo feliz, Aldous Huxley
-Los ejércitos de la noche, Norman Mailer
-A sangre fría, Truman Capote
-Los Vagabundos del Dharma, Jack Kerouac
-La trilogía de Nueva York, Paul Auster
-Leviatà, Paul Auster
-Rebelión en la granja, George Orwell
-Réquiem por un campesino español, Ramón J. Sender
-Crónicas de motel, Sam Shepard
-Ácido sulfúrico, Amélie Nóthomb

Las 10 canciones que resumen el año:

-Where is my mind, The Pixies
-Hurricane, Bob Dylan
-Camino de la cama, Siniestro Total
-Sisters, Steve Vai
-Summertime, Bon Jovi
-Evolution, Pearl Jam
-Antes de que cuente diez, Fito y los fitipaldis
-Fears, Injured
-Reptilia, The Strokes
-Wish you were here, Pink Floyd

viernes, 17 de diciembre de 2010

No title (1)

A veces pienso en colores oscuros e inciertos.
Manchas difusas que, cuando se agiten, se transformarán en un remolino que arrasará todo el espacio, y a mí con él.
También pienso en dolores de cabeza más angustiosos que el mío, y en realidades más sangrantes.
Sin embargo me permito seguir quejándome, por más que sepa que es una pérdida de tiempo.
Pero tener lástima de uno mismo es demasiado egoísta como para que lo considere una opción.
Se vive mal entre barrotes, y qué le vamos a hacer.
Al menos por mi ventana no se ve sólo hormigón.

lunes, 6 de diciembre de 2010

La culebrilla

¿Te acuerdas de cuando te quejabas de que tenías algo por dentro que no te dejaba en paz? Al principio pensaste que era algo así como un sentimiento. Tal vez fuera amargura, rencor, dolor o remordimiento, pero con el tiempo empezaste a creer que era algo más. Muy pronto estabas convencido de que tenías un bicho vivo, una especie de parásito que iba creciendo y haciéndose fuerte en tu interior. Te llamé loco, te llamé impostor, te llamé farsante y hasta hipocondríaco, pero tú seguías en tus trece.

Al final, no me quedó más remedio que acompañarte a que te viese un médico. Le explicaste que notabas cómo la culebrilla se agitaba en la boca de tu estómago, retorciéndose una y otra vez sobre sí misma, provocándote un cosquilleo de lo más inquietante. Te ocurría especialmente en aquellas ocasiones en las que te encontrabas a cierta altura, ya fuera cuando te subías a un escenario o cuando te asomabas desde una terraza. La culebrilla temblaba y se revolvía en tu interior, y tú con ella.
Recuerdo que el médico era un hombre ya anciano, con tantas canas como experiencia. Te miró de arriba abajo, y muy serio te dijo:

-Señor, a usted lo que le pasa es que tiene vértigo.

Te dio un par de pastillas para controlar los mareos y te enseñó cómo respirar cuando sintieras la angustia de tener el mundo a tus pies. Pero tú seguías empeñado en que no era sólo vértigo: había algo más dentro de ti.

Al cabo de unas semanas, empezaste a notar cómo la culebrilla iba ascendiendo por dentro de tu cuerpo. Se alojó en tu garganta, estrechando su viscoso cerco contra tus cuerdas vocales. Te costaba hablar, te costaba respirar, y llegué incluso a preocuparme. Te ocurría especialmente cuando alguien te comunicaba una mala noticia, te hablaba de algo malo que no podías controlar ni evitar, o te confesaba un dolor muy profundo. La culebrilla se enroscaba en tu cuello y te oprimía, y tú estabas bajo su cruel yugo, incapaz de responder.

Fuimos de nuevo a ver al doctor. El mismo de la otra vez. Estabas enfadado proque no te hubiera hecho caso, pero aún así le explicaste lo que te pasaba. Él volvió a mirarte de arriba abajo, y frunció el ceño cuando dijo:

-Señor, a usted lo que le pasa es que tiene un nudo en la garganta.

Te contó cómo a veces la rabia y la pena bloqueaban el flujo de nuestras palabras y formaban una tenaza que nos impedía comunicarnos. Te enseñó que un sollozo sería suficiente para deshacer el nudo, para desprender a la culebrilla de las paredes de tu garganta.

Pero a ti no te convencía. Sabías que no podía ser sólo eso. Había un parásito en tu interior que crecía a medida que se iba apoderando de tus fuerzas. La culebrilla terminaría por destruirte si no le ponías remedio pronto.

Un día te abracé. Notaste cómo la culebrilla descendía por tu tráquea, se deslizaba por tus pulmones y luego se enroscaba alrededor de tu esternón. Presionaba con fuerza, como pugnando por salir. Yo no noté nada, pero tú me apartaste de un empujón.

-Ahora quiere entrar dentro de ti- me dijiste.

Temblabas de miedo. Yo estaba paralizada. Saliste corriendo sin que pudiera evitarlo. Al anochecer, me contaste que habías ido a ver a otro médico. Era un chaval joven y despierto. Cuando le explicaste tus síntomas, te echaste a llorar de desesperación. Te ibas a morir, le gritabas. Te ibas a morir porque tenías una maldita víbora en tu interior, y nadie quería escucharte ni comprenderte.

El médico tuvo un gesto inesperado, una de esas cosas que nadie espera nunca que haga un médico serio, de los de verdad. Se inclinó sobre ti y te dio una palmadita en el hombro. Ante tu desconcierto, sonrió.

-Señor, a usted lo que le pasa es que está vivo.

Sentir, sentir todo lo bueno y lo malo, y ser conscientes de que estamos vivos. Después de todo, quizá sí sea cierto que estamos habitados, aunque no necesariamente por parásitos. Quizás sea eso que llaman alma.
 
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